San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno
San Manuel Bueno, mártir trata el conflicto entre el deseo de creer en la vida eterna y la razón, que se enfrenta a la fe. En una serie de secuencias breves, Ángela Carballino desvela el trágico secreto de don Manuel, párroco de Valverde de Lucerna.
En el siguiente fragmento se describe la impresión que el párroco provoca entre los habitantes del pueblo,
TEXTO 1
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a este es a quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le encendía en imitar, como un pobre mono, a su don Manuel.
Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando, al oficiar en misa mayor o solemne, entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia, y todos los que le oían sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?", pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositados sus congojas.
Vemos ahora la llegada de Lázaro, el hermano de Ángela,
TEXTO 2
Así fui llegando a mis veinticuatro años, que es cuando volvió de América, con un caudalillo ahorrado, mi hermano Lázaro.
Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el propósito de llevarnos a mí y a nuestra madre a vivir a la ciudad, acaso a Madrid.
-En la aldea -decía- se entontece, se embrutece y se empobrece uno.
Y añadía:
-Civilización es lo contrario de ruralización; ¡aldanerías no!, que no hice que fueras al colegio para que te pudras luego aquí, entre estos zafios patanes.
Yo callaba, aun dispuesta a resistir la emigración; pero nuestra madre, que pasaba ya de la sesentena, se opuso desde un principio. "¡A mi edad, cambiar de aguas!", dijo primero; mas luego dio a conocer claramente que ella no podría vivir fuera de la vista de su lago, de su montaña, y sobre todo de su don Manuel.
-¡Sois como las gatas, que os apegáis a la casa! -repetía mi hermano.
Cuando se percató de todo el imperio que sobre el pueblo todo y en especial sobre nosotras, sobre mi madre y sobre mí, ejercía el santo varón evangélico, se irritó contra este. Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que él suponía hundida a España. Y empezó a barbotar sin descanso todos los viejos lugares comunes anticlericales y hasta antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del Nuevo Mundo.
En el siguiente fragmento asistimos, quizá, al momento crucial de la novela,
TEXTO 3
Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y tan tembloroso como don Manuel cuando le dio la comunión, me hizo sentarme en el sillón mismo donde solía sentarse nuestra madre, tomó huelgo, y luego, como en íntima confesión doméstica y familiar, me dijo:
-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla y a medias, que es lo peor, más tarde o más temprano.
Y entones, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera. (...)
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad (...). Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: "Pero, don Manuel, la verdad, la verdad ante todo", él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en el campo-: "¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella". "¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?", le dije. Y él: "Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan . Y esto hace la Iglesia, hacerlos vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacer vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en canto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío".
Y uno de los fragmentos finales,
TEXTO 4
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé -o mejor lo que soñé y lo que solo vi-, ni lo que supe ni lo que creí.
Ni sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia, que en él se ha de quedar, quedándome yo sin ella. ¿Para qué tenerla ya...?
¿Es que sé algo? ¿Es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño' ¿Seré yo, Ángela Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y estos, los otros, los que me rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos viven. Y ahora creen en San Manuel Bueno, mártir, que sin esperar la inmortalidad los mantuvo en la esperanza de ella.
TEXTO 1
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a este es a quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le encendía en imitar, como un pobre mono, a su don Manuel.
Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando, al oficiar en misa mayor o solemne, entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia, y todos los que le oían sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?", pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositados sus congojas.
Vemos ahora la llegada de Lázaro, el hermano de Ángela,
TEXTO 2
Así fui llegando a mis veinticuatro años, que es cuando volvió de América, con un caudalillo ahorrado, mi hermano Lázaro.
Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el propósito de llevarnos a mí y a nuestra madre a vivir a la ciudad, acaso a Madrid.
-En la aldea -decía- se entontece, se embrutece y se empobrece uno.
Y añadía:
-Civilización es lo contrario de ruralización; ¡aldanerías no!, que no hice que fueras al colegio para que te pudras luego aquí, entre estos zafios patanes.
Yo callaba, aun dispuesta a resistir la emigración; pero nuestra madre, que pasaba ya de la sesentena, se opuso desde un principio. "¡A mi edad, cambiar de aguas!", dijo primero; mas luego dio a conocer claramente que ella no podría vivir fuera de la vista de su lago, de su montaña, y sobre todo de su don Manuel.
-¡Sois como las gatas, que os apegáis a la casa! -repetía mi hermano.
Cuando se percató de todo el imperio que sobre el pueblo todo y en especial sobre nosotras, sobre mi madre y sobre mí, ejercía el santo varón evangélico, se irritó contra este. Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que él suponía hundida a España. Y empezó a barbotar sin descanso todos los viejos lugares comunes anticlericales y hasta antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del Nuevo Mundo.
En el siguiente fragmento asistimos, quizá, al momento crucial de la novela,
TEXTO 3
Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y tan tembloroso como don Manuel cuando le dio la comunión, me hizo sentarme en el sillón mismo donde solía sentarse nuestra madre, tomó huelgo, y luego, como en íntima confesión doméstica y familiar, me dijo:
-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla y a medias, que es lo peor, más tarde o más temprano.
Y entones, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera. (...)
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad (...). Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: "Pero, don Manuel, la verdad, la verdad ante todo", él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en el campo-: "¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella". "¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?", le dije. Y él: "Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan . Y esto hace la Iglesia, hacerlos vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacer vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en canto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío".
Y uno de los fragmentos finales,
TEXTO 4
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé -o mejor lo que soñé y lo que solo vi-, ni lo que supe ni lo que creí.
Ni sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia, que en él se ha de quedar, quedándome yo sin ella. ¿Para qué tenerla ya...?
¿Es que sé algo? ¿Es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño' ¿Seré yo, Ángela Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y estos, los otros, los que me rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos viven. Y ahora creen en San Manuel Bueno, mártir, que sin esperar la inmortalidad los mantuvo en la esperanza de ella.
El árbol de la ciencia, Pio Baroja
El árbol de la ciencia (fragmentos) Pío Baroja España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor. Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aisla, contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas. Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando. Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simparía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil. La dictadura científica que Andrés pretendía ejercer no se reconocía en la casa. Muchas veces le dijo a la criada vieja que barría el cuarto que dejara abiertas las ventanas para que entrara el sol; pero la criada no le obedecía. —¿Por qué cierra usted el cuarto? —le preguntó una vez—. Yo quiero que esté abierto. ¿Oye usted? La criada apenas sabía castellano, y después de una charla confusa le contestó que cerraba el cuarto para que no entrara el sol. —Si es que yo quiero precisamente eso —le dijo Andrés—. ¿Usted ha oído hablar de los microbios? —Yo, no, señor. —¿No ha oído usted decir que hay unos gérmenes..., una especie de cosas vivas que andan por el aire y que producen las enfermedades? —¿Unas cosas vivas en el aire? Serán las moscas. —Sí; son como las moscas, pero no son las moscas. —No; pues no las he visto. —No, si no se ven; pero existen. Esas cosas vivas están en el aire, en el polvo, sobre los muebles..., y esas cosas vivas, que son malas, mueren con la luz... ¿Ha comprendido usted? —Sí, sí, señor. —Por eso hay que dejaF las ventanas abiertas... para que entre el sol. Efectivamente; al día siguiente las ventanas estaban cerradas, y la criada vieja contaba a las otras que el señorito estaba loco, porque decía que había unas moscas en el aire que no se veían y que las mataba el sol. A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a todo pasto... En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados españoles, dejarían las armas y echarían a correr... Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas... A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia (la derrota). Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada.
Leer completo: El árbol de la ciencia
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