MARIANO JOSÉ DE LARRA
1. “VUELVA USTED MAÑANA”
[Un amigo francés de Larra, llamado Sans-delái (literalmente, “sin
descanso”), ha llegado a España para invertir su dinero en unos negocios. Antes
debe realizar unos trámites burocráticos que incluyen la visita a un
genealogista con el fin de aclarar sus antecedentes familiares. Sans-delái
pensaba que conseguir todos los documentos necesarios le llevaría unos quince
días, pero…]
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo
cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en
conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra
precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele,
y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí
dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
Vímosle por fin, y «Vuelva usted
mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no
está en limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo
le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la
noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos. […]
Para las proposiciones que acerca de
varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso
buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el
traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que
necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo,
nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente
que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había
mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a
comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una
camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala,
le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a
una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué
formalidad y qué exactitud!
[Después de meses de espera, se le deniega
el permiso para iniciar sus negocios]
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después
de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes
diariamente: «Vuelva usted mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en
fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a
hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para
oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una
intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la
gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me
dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Esa no es una razón -le repuse-: si él se
arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el
castigo de su osadía o de su ignorancia.
-Y suponga usted que quiere tirar su
dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño
para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora
han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-Sería lástima que se acabara el modo de
hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo
peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal?
Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Señor mío -exclamé, sin llevar más
adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como
muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a
todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no
saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que
han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio
que el de recurrir a los que sabían más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país
que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación
un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio
con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que
logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos
acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a
sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se
arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni
puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país
que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo
donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo
serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que
traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento,
que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o
muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una
mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia.
Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y
prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha
debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha
llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en
muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero
veo por sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo-
que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe
convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes
esperanzas! […]
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que
has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur
Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que
vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro
día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu
bolsillo, y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte
todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho
más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y
de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar
más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me
hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en
fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales
que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré
que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré
que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de
la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las
ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro
lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un
cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar,
las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de
pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas
veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me
ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de
tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este
artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes
he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba
mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias
resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que llegó por fin
este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de
llegar jamás!
1.
En este famoso artículo Larra arremete
contra uno de los que consideraba “vicios nacionales”. ¿Cuál? Haz un esquema
con todos los personajes que deben realizar un trabajo para Sans-délai y señala
qué motivos aducen para justificar su tardanza.
2.
¿Qué función desempeña en este artículo
la figura del amigo francés?
3.
Comenta las razones que dan los
españoles para negarle a Sans-délai la posibilidad de invertir aquí su dinero.
¿Se sigue teniendo en la actualidad una visión parecida? ¿Qué opina Larra
acerca de la presencia de extranjeros en España?
4.
En la reflexión final pueden observarse
tanto la actitud irónica de Larra como su escepticismo. Comenta ambas
ideas.
2. “EL DÍA DE DIFUNTOS DE 1836.
FÍGARO EN EL CEMENTERIO”
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión,
serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al
cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro?
Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio
está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde
cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un
acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen
vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con
toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No
tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid?
¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro
propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando
vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen
libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no
son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del
celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,
porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se
atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley,
la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto
cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba
de otros esqueletos? «¡Palacio!» […] En el frontispicio decía: «Aquí yace el
trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se
veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad»,
figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían
divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las
muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos: «Aquí yace el valor
castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media» […]
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios
mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me
acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande
urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma,
dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel
todo puede ser […]
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! […] Una nube sombría lo
envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir
violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón,
lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro
sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí
yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!
1.
Es éste uno de los últimos artículos de
Larra, el pesimismo y la profunda depresión que sufre se manifiestan con
claridad en él. Comenta cómo se manifiesta la tristeza en su visión de la
gente, de Madrid, de España y de sí mismo.
2.
La comparación entre los vivos y los
muertos del cuarto párrafo revela las preocupaciones e ideales de Larra.
¿Cuáles son?
3.
Comenta cada uno de los epitafios con
los que Larra fustiga con su acostumbrada ironía algunas instituciones
españolas. ¿Muestra esta crítica la ideología liberal del autor?
4.
Finalmente, Larra vuelve los ojos hacia
sí mismo para encontrar la misma desolación que en todo lo demás. ¿Qué sentido
tiene el contraste el corazónlleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de
deseo y el epitafio que se
dedica a sí mismo? Explica el carácter netamente romántico de esta idea.
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